Por: Cynthia Vargas Melgar
Como hija de médico, sé lo que es ver a tu padre retornar a su hogar después de atender a un enfermo, tomando todos los recaudos para no contagiar a la familia; sé lo que era escucharlo repetir que no deberíamos andar descalzas por los corredores del pueblo, para evitar contagios de virus y bacterias; sé lo que era observarlo al llegar del hospital lavándose con obstinación sus brazos y manos antes de darnos un abrazo…
Conozco también de cerca, todas las limitaciones que tenía Trinidad allá por la década de los 80 y 90, en cuanto al sistema de salud. Siendo él director de un hospital importante de la ciudad, lo vi muchas veces llegar a casa frustrado por la falta de ítems para el personal médico especializado y de apoyo técnico; otras veces agobiado por tener que hacer malabarismos con un escaso presupuesto y equipamiento casi inexistente; lo escuché en ocasiones acobardado del centralismo en la toma de decisiones; lo vi renegar por la inconciencia de la gente al no cuidar su salud como se debe; y hasta tuve que verlo -inadmisible pero cierto- recibir un pliego de cargo enviado cordialmente desde el Ministerio de Salud porque contrató personal de limpieza para el Materno, dado que la entidad central del Estado no entendía que alguien tenía que barrer y trapear los corredores del hospital.
Mi padre murió luchando por un mejor sistema de salud ¡hace ya 20 años!… sí, 20 años… dos décadas daban para que las cosas cambien ¿no?… mas cuando miro las noticias que ponen al desnudo la precariedad del sistema de salud actual en este tiempo de pandemia, pienso con tristeza que esa realidad se mantiene casi idéntica. Los problemas, poco más o poco menos, siguen siendo los mismos. Es lamentable pero vivimos en un país en que la salud siempre fue la quinta rueda del carro; hoy se intenta aplicar ciertas medidas correctivas, pero las autoridades van contra reloj y la urgencia apremia.
La vocación de servicio destaca sobre todo en tiempos de crisis, decía mi padre. Por eso la importancia de agradecer a todos esos médicos valientes, enfermeras esforzadas, y personal de primera línea con la vocación a flor de piel, que están en los hospitales y centros de salud firmes trabajando, varios días sin relevo, poniendo en riesgo sus vidas y a sus familias, atendiendo a todos los casos positivos y no positivos de Coronavirus. En medio de tantas pero tantas limitantes e incluso críticas a su desempeño, intentando aguantar un escenario adverso como el que enfrentamos.
Siempre existirán, por supuesto, algunos que aborten por temor al contagio, no se los puede culpar, todos tenemos ese derecho. Aparecen, además, aquellos en los que se despierta una cierta ‘viveza criolla’, los que confunden luchar con ‘lucrar’ de la desgracia ajena, clínicas privadas que piden montos inaccesibles para atender a un paciente, que aprovechan para subir sus precios a las nubes, en fin… el actuar de quienes estudiaron medicina o enfermería como negocio, y no para emplazar su profesión a favor del prójimo. Gracias a Dios es una minoría, y mayor es el grupo de los que están ahí en la línea de fuego, con el mandil blanco, celeste o verde, al pie del cañón.
Nuestra fe está puesta en que la crisis sanitaria pase pronto, con los menores daños posibles. Es fundamental, sin embargo, que esta emergencia sea una lección de vida, que entendamos de una vez por todas que la salud pública en Bolivia necesita un plan de verdad, con un buen diagnóstico y una efectiva receta, regionalizando las necesidades, asignando mayor presupuesto, erradicando la corrupción, agilizando la burocracia estatal, para brindar así seguridad y atención oportuna a la población. Para que la cosa cambie, urge que la voluntad política sea no solo acertada y transparente, sino también planificada y a largo plazo. Solo así se podrá tener un mejor pronóstico.